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Danse, s'il vous plait.

(El precio del éxito, 1989, Francia).

Dirigida por Olivier Dercourt.

Prólogo de Mi mundo no es el de los creyentes, de XX, libro en que Olivier Dercourt basó la película:
 

El parecido con ese ambiguo primer amor, ese ambiguo objeto de deseo asexual, veladamente sexual, abiertamente monacal o intrincadamente prostibulario, era sorprendente. Sobre una banca, él me hablaba de sueños y de simetrías en la naturaleza, de espejos, de almas reconociéndose en la muchedumbre distendida, de almas que no estaban en la mente, de mentes que no estaban en los cerebros, de Descartes, de Pitágoras, de sueños que no eran irreales y de vigilias de veracidad entredicha; entre el marisma de nociones, también me hablaba de su preocupación por mi apasionada vigilia. Me aconsejaba aprender a conciliar el sueño. Y mientras lo hacía reflexionaba en metalenguaje, notando que el verbo conciliar  cuando acompañaba al nombre sueño lo decía todo. Me miraba, me tomaba la mano, me decía “esta es mi huella” hendiendo su pulgar en mi palma, y mientras me miraba intensamente y me aconsejaba y yo reflexionaba sobre el verbo y el sustantivo, yo no podía salir de mi aturdimiento empantanado, me hundía observando sus rasgos faciales y comparándolos con los de mi primer amor. Cada ángulo de su rostro, cuenca de las cejas, grado de apertura de los ojos, curva de flexión de las cejas, centímetros en el perímetro de la boca y en la longitud de la sonrisa, cada gesto me recordaba al que poseyó la primera cara que ansié besar. Las diferencias también sobraban, pero las similitudes eran un gancho al subconsciente que podía contra cualquier ánimo de mantenerse concentrado en las palabras de quien gesticulaba (con esa boca). Era precisamente el subconsciente, orondo y pletórico de poder, la fuerza que me impedía defenderme y refutar sus disparates, su diagnóstico indeseable sobre mi incapacidad de dormir. No es que pensara que hacerlo fuera malo; pero me parece evidente que la vigilia tiene posibilidades infinitamente más fascinantes, aunque tristemente definitivas. No se lo dije porque estaba distraída saboreando la comisura de sus labios, pero creía que estar despierta me permitía tocar cuerpos, acariciar ideas, escuchar palabras y bailar con la música, dilucidar misterios, encubrir verdades, fingir, revelar, pero sobre todo, tocar, experimentar, estallar de placer. El sueño, en cambio, me parecía un mundo de posibilidades más flexibles, provisionales, afortunadamente cambiantes, pero imposiblemente compartidas. Yo quería compartir y no aislarme, y él hablaba de lo gratificante que era vivir en uno mismo y de la maravilla de observarse a uno mismo. Le habría dicho que no había nada que me pareciera más lamentable que el voyeurismo de los narcisistas, pero estaba distraída pensando en seducirlo, en tormentoso dúo con otros pensamientos sobre si él también querría besarme; estaba ocupada pensando en las consecuencias de besarlo, en las consecuencias de desvestirlo, de lamer sus dedos, su cuello, sus labios, su mandíbula, sus hombros. Pensaba en cómo se vería desnudo, en cómo nos veríamos ambos desnudos, en cuánto tiempo podríamos estar desnudos sin sentir frío y en si acaso a él le gustaría únicamente el placer convencional o en si, por el contrario, tendría alguna desviación gratificante y digna de compartir conmigo. Por la manera juiciosa en la que siempre hablaba, y por su debatirse entre el interlocutor comprensivo y el locutor autoritario, pensaba que excitado olvidaría las contemplaciones del primero cediendo el paso al promisorio verdugo del segundo. Pero en tanto él continuaba intentando convencerme de las mieles de dormir más horas al día. —Tienes razón, y este puede ser un buen momento para comenzar a practicar—, dije de súbito y reconociendo que jamás lo vería desnudo después de tal interrupción; un narcisista que se regodea observándose incluso en sueños, no perdona ese tipo de insolencias.

 

Camino a casa creo recordar que intentó besarme. Hago énfasis en creo, pues nunca pude estar segura de sus intenciones, camaleón de la ambigüedad. Quizás limitada por el pragmatismo de la vida animal, nunca he podido hacerme a la idea de que un desconocido se te acerque sin buscar, en lo más profundo de su ser, sexo. Con él siempre me he preguntado por qué nunca lo habrá insinuado. A ningún ser que verdaderamente haya gozado lamiendo el sudor de otro podría ocurrírsele que la antesala del placer podría ser un sermón sobre algo que evidentemente no interesa al otro y por eso estoy convencida de que el catálogo de posibilidades donde se hace un inventario de sus intenciones conmigo excluye el sexo.

 

Aun así, cuando llegué a casa me embargó una inusitada tristeza; nostalgia de haber perdido un objeto valioso que nunca adquirí. Una mezcla de deseo sexual irrealizado y desprotección, como la de quien descubre que la póliza de seguros que nunca compró ha expirado. Entonces, mi garante de seguridad, mi casa, mi hoguera no encendida, mi hoguera sin madera se había ido dejándome al desamparo, deseosa y anhelante de un cuento de hadas funesto y por siete octavas partes de mí indeseado. No tuve mejor opción que sentarme y beber vino agrio del refrigerador. Entre cada gesticulación de desagrado, quise entender por qué es posible extrañar lo que no se tuvo, y algunos días después, como quien entiende por qué un vendedor ambulante vende una bolsa de cacahuates por cinco pesos y dos por diez, supe que tenía nostalgia por una promesa nunca pactada, únicamente porque se trata de una en la que se quiere creer; una nostalgia por un exvoto cuidadosamente elaborado que se pierde minutos antes de entrar a la iglesia donde se iba a colocar; una nostalgia de redentor. Pero mi mundo no es el de los creyentes, me dije y salí a caminar.

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