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Siempre que pienso en Ricardo, lo primero que me viene a la mente son los aguijonazos de su humor implacable. Después, inmediatamente después, la hemeroteca invaluable que tenía en la cabeza.

 

El padre de Ricardo había sido guerrillero y lo mataron de treinta y ocho balazos afuera de su casa. A la madre se la llevaron y estuvo secuestrada durante meses.

 

Ricardo parecía saberlo todo de Guatemala. Él había nacido en Zacapa y le tocó crecer durante los años más duros de la guerra. Si uno le preguntaba una fecha al azar, sabía qué había pasado ese día, qué antecedentes habían llevado a eso y qué había implicado ese evento para el futuro de aquel entonces, es decir, para nuestro presente.

 

Ricardo lo tenía todo claro y el día que se murió fue la primera vez que yo supe, sin lugar a dudas, que la muerte era algo absurdo, sin motivo, sin razón.

 

Durante años cargué la sensación de que yo era un muchachito imbécil que no tenía por qué seguir estando vivo y que Ricardo en cambio había sido una pérdida insustituible. Para mí, para su país, para nuestro gentilicio.

 

Tiempo después, cuando empecé a publicar textos en revistas, se me ocurrió que firmar con su nombre podía ser una manera de mantenerlo vivo. Que si poco a poco iban apareciendo más notas que hablaran de las mismas cosas que él hablaba, esa iba a ser tal vez la única forma que tendríamos sus amigos de devolverle la bofetada a la muerte.

 

Ahora cada vez que veo su nombre publicado siento que precisamente torcerle el brazo a la muerte es un bonito tributo a aquel sentido del humor inclemente que no perdonó jamás a nadie.

 

Ricardo Miranda Castillo (Zacapa, 1968 - Guatemala, 2001)

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